En blanco y negro

sábado, 24 de septiembre de 2011

      Me gustaría decir que es fácil la elección de un instrumento, pero la verdad, he visto dejar caer en el olvido tantos mensajeros extrasensoriales que he llegado a la conclusión de que es algo que no puede pensarse demasiado. A simple vista puede parecer una contradicción; digo, si no puede pensarse demasiado debe ser fácil, ¿no? No.

No digo que la labor esté limitada a un grupo de personas, ni mucho menos que estas no tengan la capacidad de tocar cualquier instrumento. Sin embargo, sí diré que el sexto sentido, la intuición, el je ne sais quoi, el tercer ojo situado en todo el centro de la mitad del medio de algunos terrestres parece estar atrofiado, pisoteado, ignorado; y todo parece ser culpa del materialismo excesivo... Pero ese es otro tema para otro momento del té con Consuelo. La verdad, la intención no es en absoluto quejarme; en su lugar propongo una serie de simples reglas para elegir al fiel compañero: 

              De cómo adoptar ángeles huérfanos

La primera cosa que usted debe entender sobre estos seres -a partir de ahora los llamaré así- es que provienen de ningún lado, o mejor dicho, no son humanos (lo siento, pero me veo parcializada hacia esta idea cada vez que veo lo que son capaces de hacer). Por esta simple razón se desarma cualquier argumento de usar la razón para elegir uno. Es algo que debe sentirse; una conexión inalámbrica entre el más allá y el más acá.

Los seres necesitan tiempo y dedicación -no se desespere y sea paciente-, algo así como criar un hijo y adaptarse a sus exigencias (claro, obviando la parte de criar al hijo, algo que le dejo a los valientes). Necesitan ser escuchados, entendidos. Pero no se preocupe, en contrapartida obtendrá al escucha más atento que habrá conocido en su vida, al conversador más locuaz, a la fuente eterna del entendimiento y la compasión. 

Del alimento ni se preocupe. En esto los seres son bastante fáciles de complacer, pues se alimentan de emociones y sentimientos. Fácil, ¿eh? Lo mejor es que no discriminan, no hay tal cosa como seres con indigestión de tristeza o felicidad. 

Por último -y no menos importante- ámelo; como si fuese la última esperanza de la humanidad (estoy convencida de que lo es); como si en él se refugiase toda la nobleza aparentemente perdida de este mundo sin sentido; como si fuese el último trozo de isla en la inundación de la avaricia y la frialdad; como si al brindarle su tiempo y dedicación no existiese más nada. Ámelo.


Recuerde que vinieron a este abstracto mundo a alegrarle la vida, a darle un sentido a sus películas mentales en blanco y negro, a ser la lluvia en medio de la extrema sequía, a darle una lección sobre pasión, creatividad y belleza. Sobre todo de belleza. 







De cómo correr tras un vagón en movimiento

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Lunes, 29 de agosto 2011.


             Desde el comienzo del día ya se sentía un ambiente a toma de decisiones oportunas; era ahora o nunca. Y así fue como emprendí el viaje a la estación de trenes, sin saber cuál vía agarrar ni a qué hora me iba. Sola con mi deseo de viajar. Me vestí para un nuevo comienzo, pensando en un muy probable final y fui a verlo. Eso sí, me gustan las estaciones de trenes. Son la mejor metáfora de las oportunidades. Sereno y pasivo, entre habladuría y risas, entre silencios, a veces nerviosos, así pasó el día con él. El equipaje, pecando tantas veces de innecesario y absurdo. Es como llevarse los problemas viejos, las nostalgias añejadas. Esa vieja maleta, ese antiguo equipaje, lo dejé en casa. Realmente no quería que se terminara el día e hice miles de cosas para tenerlo conmigo un rato más, pero ya saben, las despedidas llegan. Compré el boleto. Le dije a la señorita que escogiera un destino al azar y me lo entregara en un sobre; uno que dijera afuera solo las especificaciones del tren. Y así comencé a caminar. 

Nunca he sido fanática de las despedidas; son tan tristes... Como flores marchitas. Más si te gustan las flores. Allí estaba el tren, imponente, amenazador, pero llamativo, romántico, tentador. Lo vi por largos minutos y escuché los últimos tres llamados -¡Pasajeros del tren 29! ¡Todos a bordo!- Yo estaba inmóvil. Y entonces, comenzó a marcharse.

"Gracias por todo", dijo. Un abrazo inseguro, incierto. "Adiós, hasta luego". Y entonces, comenzó a marcharse.

Lo vi alejarse, a él, al tren, a mi aventura, a mi comienzo convertido en final tan repentino y me invadió un malestar. Comencé a dar mis primeros pasos de regreso a casa. Entonces algo pasó.
Todavía tenía el sobre en la mano. Lo abrí de manera apresurada y leí: "Último tren, última oportunidad". ¡Ah! Los impulsos son magníficamente hermosos. Se acelera el pulso, se abren muy bien los ojos y se está listo para correr. Y así lo hice.

Vuelta en ciento ochenta grados y corrí. Ya no lo veía, pero seguí algún rastro, un aroma, quizás; y entonces un atisbo, apenas una visión. Corrí tras él hasta que tuve el valor de hacer contacto y alcancé la baranda del último vagón.


Toqué su hombro.
  Temblaba de los nervios en la baranda.
     No sabía qué decirle.
        Me agarré con todas mis fuerzas.
          Un intercambio de miradas confusas.
             Subí también el resto del cuerpo.
               Y ya no vi hacia atrás.


Después de todo no perdí el último tren; ni la última oportunidad.
               

*Agradecimientos especiales a Henry Ojeda por darme la metáfora del tren*
 

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