De cómo correr tras un vagón en movimiento

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Lunes, 29 de agosto 2011.


             Desde el comienzo del día ya se sentía un ambiente a toma de decisiones oportunas; era ahora o nunca. Y así fue como emprendí el viaje a la estación de trenes, sin saber cuál vía agarrar ni a qué hora me iba. Sola con mi deseo de viajar. Me vestí para un nuevo comienzo, pensando en un muy probable final y fui a verlo. Eso sí, me gustan las estaciones de trenes. Son la mejor metáfora de las oportunidades. Sereno y pasivo, entre habladuría y risas, entre silencios, a veces nerviosos, así pasó el día con él. El equipaje, pecando tantas veces de innecesario y absurdo. Es como llevarse los problemas viejos, las nostalgias añejadas. Esa vieja maleta, ese antiguo equipaje, lo dejé en casa. Realmente no quería que se terminara el día e hice miles de cosas para tenerlo conmigo un rato más, pero ya saben, las despedidas llegan. Compré el boleto. Le dije a la señorita que escogiera un destino al azar y me lo entregara en un sobre; uno que dijera afuera solo las especificaciones del tren. Y así comencé a caminar. 

Nunca he sido fanática de las despedidas; son tan tristes... Como flores marchitas. Más si te gustan las flores. Allí estaba el tren, imponente, amenazador, pero llamativo, romántico, tentador. Lo vi por largos minutos y escuché los últimos tres llamados -¡Pasajeros del tren 29! ¡Todos a bordo!- Yo estaba inmóvil. Y entonces, comenzó a marcharse.

"Gracias por todo", dijo. Un abrazo inseguro, incierto. "Adiós, hasta luego". Y entonces, comenzó a marcharse.

Lo vi alejarse, a él, al tren, a mi aventura, a mi comienzo convertido en final tan repentino y me invadió un malestar. Comencé a dar mis primeros pasos de regreso a casa. Entonces algo pasó.
Todavía tenía el sobre en la mano. Lo abrí de manera apresurada y leí: "Último tren, última oportunidad". ¡Ah! Los impulsos son magníficamente hermosos. Se acelera el pulso, se abren muy bien los ojos y se está listo para correr. Y así lo hice.

Vuelta en ciento ochenta grados y corrí. Ya no lo veía, pero seguí algún rastro, un aroma, quizás; y entonces un atisbo, apenas una visión. Corrí tras él hasta que tuve el valor de hacer contacto y alcancé la baranda del último vagón.


Toqué su hombro.
  Temblaba de los nervios en la baranda.
     No sabía qué decirle.
        Me agarré con todas mis fuerzas.
          Un intercambio de miradas confusas.
             Subí también el resto del cuerpo.
               Y ya no vi hacia atrás.


Después de todo no perdí el último tren; ni la última oportunidad.
               

*Agradecimientos especiales a Henry Ojeda por darme la metáfora del tren*

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